De excrementos antiabortistas y otras secreciones mentales

miércoles, 20 de mayo de 2009

... En el ciclo de conferencias sobre el legado de Darwin celebrado en Sevilla hace unos días narraba Alberto Vazquez Figueroa el increíble caso del "hombre-mono", un híbrido de madre humana y padre simio cuya quimérica calavera exponía con orgullo cierta tribu africana en lo alto de una choza para disfrute de los turistas. Pensaba yo mientras tanto qué consideración moral les merecería a los creyentes en una ética sustancialista la matanza de este ser a caballo entre dos especies. Ajenos a dicha paradoja, los antiabortistas han vuelto a saltar a la yugular de la Ministra de Igualdad a raiz de sus últimas declaraciones, donde afirmaba que "[el embrión] es un ser vivo, pero no es un ser humano".

Aunque la señora Bibiana Aído no sea ni mucho menos una luminaria del pensamiento occidental, hay que recordar la vieja máxima de que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero. ¿Es razonable dicha afirmación? A medias. Expliquemos por qué.

La expresión linguística de la cuestión tal y como la plantean los antiabortistas es intencionalmente ambigua y puede ser respondida tanto afirmativa como negativamente, en función de la interpretación que prime. Una cosa es ser “humano” -esencia- y otra muy distinta el “ser ” humano -existencia. El embrión, el espermatozoide o la caca son humanos en tanto se les atribuye esencia humana y no perruna o caprina. Sin embargo de ahí no se deduce que al espermatozoide, el embrión o la caca humanas haya que reconocerles humanidad y, consecuentemente, Derechos Humanos. La dignidad se le reconoce al “ser” humano, es decir, no a lo que se le predica la humanidad como atributo, sino lo que es sustantivamente humano, al sujeto humano, o incluso mejor, a la existencia humana. Cual sea el modo de ser auténticamente humano es la verdera cuestión.

Los antiabortistas usan dicha ambigüedad para plantear a renglón seguido la falaz contradicción que repiten una y otra vez en forma de pregunta capciosa -si un embrión no es un ser humano, ¿entonces de qué especie es?- que, como hemos visto, remite a la interpretación esencialista de la fórmula "ser humano" (de cuya respuesta se encarga la ciencia) y no a la interpretación existencialista, que es la que involucra a la filosofía y preocupa a la ética.

Directamente relacionada con la disquisición anterior se encuentra las presunta evidencia incontestable que enarbolan los antiabortistas cuando hablan del ADN humano (antes alma) y lo presentan como el sustrato de la dignidad, del cual cuelgan todos los valores morales. Se trata de una impostura, pues nada hay de moralmente relevante en determinada configuración de una cadena de ácido desoxirribonucleico tal y como pretenden los antiabortistas, sino que, en sentido inverso, partimos de la noción o fenómeno moral de “la humanidad” ya dado por el contexto cultural y es desde esa plataforma que, cuando nos proponemos hacer ética, buscamos una propiedad universalizable con la que catalogarla, que podrá ser el ADN u otra cosa. Pero decir que un ser es digno porque tiene determinado ADN es como decir que un excremento es bellísimo porque lo defecó Picasso. Un sinsentido completo.

Lo que ocurre es que al bajar a la realidad a corroborar nuestros prejuicios encontramos lo que previamente hemos puesto nosotros en ellos. Por ello la ciencia, la biología o la genética son disciplinas que no tienen nada que decirnos sobre lo que es “ser” humano y lo que no es serlo. Una vez definida la humanidad podemos detectar a posteriori lo “humano”, pero no podemos encontrar lo que es “ser” humano mirando por un microscopio una cadena de ácido desoxirribonucleico ni ninguna otra cosa.

Sin embargo, la ciega ética sustancialista, como una máquina de Turing desbocada, no encuentra razón suficiente para detener esta descontextualización de la noción de humanidad, que acaba llevándola hasta el absurdo de tener que considerar que el contenido de una placa de Petri tiene el mismo valor moral que un padre de familia. El concepto de posibilidad, de potencia, les sigue confundiendo de tal manera que incluso dudan de que no se pueda trepar a una semilla de roble para huír de un oso. No entienden que la existencia de la bellota y no la idea platónica de Roble constitiuya el verdadero ser de la bellota, con respecto al cual se conduce todo ente sensato. Por eso los cerdos, que son el colmo de la sensatez, comen bellotas y no robles.

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