De la difusión del ateísmo

martes, 30 de diciembre de 2008



... Ha llegado hace poco hasta Barcelona el autobús con el que Richard Dawkins y la British Humanist Association pretenden popularizar el ateísmo entre la ciudadanía europea; si bien, a tenor del eslogan elegido, quizás sea más acertado hablar de campaña por el escepticismo y contra el puritanismo. Algunos ya se han apresurado en tacharla de ataque al catolicismo, olvidándose de la reciente y multitudinaria misa callejera que oficiaron los gerifaltes episcopales en Madrid, y donde en otra ocasión más se lanzó una diatriba contra el ateísmo, la laicidad y otros errores modernos. Habría, además, que recordarle a los inquisidores españoles que la propaganda de creencias en el transporte público no es un invento ateo.

Como ateo convencido me interesa toda estrategia que se presente con el propósito de hacer pedagogía de lo que me parece la postura más razonable que puede adoptarse frente al hecho religioso. Sin embargo, el lema escogido, aunque pueda resultar llamativo, no me parece en absoluto adecuado. Caso a parte es la extrañeza que a los españoles, tan poco dados al término medio y a la duda (véase la manera en la que la desechamos cuando decimos "seguramente venga", es decir, "vendrá seguro", aunque no las tengamos todas con nosotros), nos pueda causar que se discurra sobre Dios en términos de probabilidad.

Aunque la práctica del ateísmo, como todo comportamiento humano, tenga repercusiones morales, en ningún caso propio supone comulgar con una moral preestablecida ni defender una teoría ética particular. Los ateos no somos más que herederos ilustrados de la tradición profanadora occidental, en el sentido de la desacralización del mundo que acometió el cristianismo helenizado en su transir histórico, y que desemboca inexorablemente en el ateísmo como grado sumo de incredulidad. Usando la figura literaria tan cara para Marina, el ateísmo es un vástago parricida del racionalismo cristiano. Una razón coherente no podía limitarse con argumentar en contra de Zeus, Júpiter, Alah, Quetzalcóatl y las demás especies de dioses no cristianos, sino que tenía que acabar apuntando hacia el género mismo, a la categoría de la que cada divinidad es un caso. Desde Kant sabemos que la razón crítica es por esencia trascendente.

Sin embargo, el cristianismo -como toda religión de su entorno histórico- se ha ocupado y preocupado tan profundamente de la dimensión moral de la vida humana que a muchos ateos les parece necesario acometer desde ella la crítica a la credulidad. Así, piensan que si la moral cristiana atemoriza a los pecadores con el infierno entonces hay que lanzar un mensaje epicúreo -incluso hedonista- de relajación de costumbres y liberación de restricciones morales. Me parece una estrategia errónea porque acepta la premisa de que moral y religión son aspectos de una misma cosa. Una de las principales razones por las que la idea de Dios sigue propagándose como un virus infeccioso por las meninges de muchas personas es que las religiones se han esforzado durante milenios en colgar la moral de la tribu del gancho trascendente divino. ¡Uhhh, si no hubiera Dios todo estaría permitido!, nos amenazaban. No es cierto, porque la moral, compañera de la humanidad desde su nacimiento, como todo saber práctico no necesita para funcionar de que desarrollemos una teoría que la justifique. Dicho con un ejemplo prosaico: un futbolista no necesita ser Galileo para imprimirle parábolas a la pelota, sino que conforme desarrolla su actividad aprende a solucionar el problema práctico que le plantea marcar un gol. La moral se ocupa de algo similar: de resolver los problemas que plantea la práctica de la convivencia.

La mayoría de los creyentes que conozco explican sus convicciones con un discurso moralista, y otros muchos dicen haber llegado hasta la profesión de determinado credo también por vía moral, así que pienso que si los ateos sabemos explicar bien que la relación entre la moral y la religión no es necesaria sino contingente tendremos gran parte de la batalla contra el teísmo ganada. Y ello sin tener que sumirnos ante el pasotismo posmoderno o directamente amoral que los propagandistas religiosos pretenden atribuírnos.

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Reflexiones en torno al liberalismo

sábado, 18 de octubre de 2008

... Tiene uno la sensación de que el liberalismo viene a ser una doctrina en constante revisión por parte de aquellas ideologías políticas que, siendo bien contrarias entre sí, pretenden adscribir a su causa el prestigio de la certeza científica que propugna el economicismo ramplante. Destaca la interpretación según la cual el liberalismo se erigiría como un sistema cuyo objetivo principal sería defender al individuo del leviatán estatal; cuando resulta que éste mismo ha cristalizado en su forma democrática precisamente para dotarse de una legitimación ética que justifique su poder para coartar las libertades de aquellos que amenazan los derechos de los individuos. Es decir, esa interpretación posmoderna del liberalismo segaría la hierba bajo sus pies al ir en contra de la condición de posibilidad de la práctica misma de la actividad económica capitalista en condiciones de libertad igualitarias.

En el terreno de lo concreto, una de las falacias más repetidas por los defensores de ese tipo de interpretaciones del liberalismo es que el Estado incurriría en la fatal arrogancia de pretender saber lo que nos conviene mejor que nosotros mismos. Al contrario, quienes exigimos al Estado un mayor control de la economía y el mercado lo hacemos avisados de que los agentes favorecidos por éste han llegado a dicho estatus mediante una habilidad fuera de lo común para adquirir y usar el conocimiento de los mecanismos técnicos, sociales y culturales sobre los que se despliega. Así pues, el Estado no es invocado con la esperanza de que nos desvele los arcanos del interés individual, sino para que nos salvaguarde precisamente de aquellos que con más astucia se mueven en la esfera de poder donde se disputan nuestros intereses más inmediatos.

Por último, con razón de los últimos acontecimientos internacionales contemplamos como muchos de estos liberales posmodernos se rasgan las vestiduras por que tenga que venir el socialismo a salvarnos de los excesos cíclicos del capitalismo. Pero esa actitud me parece tan absurda como la de quien reprochara a su médico la costumbre de visitarlo cuando se encuentra encamado y febril. ¿No sería más adecuado establecer una rutina constante de chequeo periódico que mantuviese las constantes vitales dentro de una franja saludable de manera permanente? Si la Seguridad Social es una solución aceptable al problema de la salud, ¿por qué no puede serlo el capitalismo social al problema de la economía?

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Declaración de intenciones

jueves, 16 de octubre de 2008

... Hace unos años cayó en mis manos un librito del ensayista, pedagogo y filósofo José Antonio Marina donde recopilaba, ampliándolos, una serie de artículos de su cosecha publicados a lo largo de la pasada década en distintas revistas culturales. En ellos investigaba distintos fenómenos agrupables en torno a una misma problemática intelectual que toma conciencia de sí misma con la pregunta lanzada por Jean Baudrillard y que encabeza este blog: "¿Y después de la orgía, qué?" La ultramodernidad, contestaba Marina a lo largo de 260 páginas.

Este blog pretende seguir el hilo conductor del programa de investigación ultramoderno inaugurado por Marina con el fin de aplicarlo sobre aquellas cuestiones de la actualidad que me resulten llamativas. Para ello trataré de atenerme a las líneas maestras establecidas por el propio autor en su "Crónicas de la ultramodernidad" (Ed. Anagrama, 2000), explícitamente en la sección "Manifiesto ultramoderno" (pag. 57 y ss.), la cual reproduciré y comentaré en posteriores rasguños, y de la que ahora ofrezco un sucinto anticipo a modo definitorio.


"¿Pero qué es la ultramodernidad? Ante todo una teoría de la inteligencia. La modernidad identificó la inteligencia con la razón. La posmodernidad con la creación estética. Aquella se movía bien en lo universal, pero olvidaba lo concreto y no sabía qué hacer con los sentimientos. Ésta se despepita por la diferencia pero no sabe cómo llegar a lo universal. Los ultramodernos creemos que el trabajo de la inteligencia es a la vez más humilde y más trascendental. Su función es dirigir el comportamiento para salir bien parados de la situación en la que estamos."

Presenta Marina a la ultramodernidad como el producto más elevado de una inteligencia que, vuelta hacia sí misma, se descubre enajenada por aquellas interpretaciones culturales que la confundieron con algunas de sus más distinguidas creaciones. Así, la conquista de la razón y la coronación del ingenio -ciencia y estética- habrían sido los grandes atractores en torno a los cuales habrían orbitado las ideas surgidas durante las eras moderna y posmoderna, respectivamente. Pero esta dialéctica entre la búsqueda de lo universal y el elogio de la individualidad nos ha metido en una serie de paradojas que, como tales, sólo pueden ser resueltas replanteando los términos del debate. La labor de una inteligencia ultramoderna será establecer el dominio legítimo de cada una de sus facultades, desde la intelectiva hasta la creativa. Es decir, se regulará a sí misma dándose su deber ser, y por añadidura transformará al mundo con respecto al cual se conduce explicándolo y transfigurándolo.

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