La cosa y el nombre de la cosa

martes, 24 de marzo de 2009

... Los antiabortistas han introducido en su renovado discurso cientifista un nuevo hallazgo retórico que trata de dar vistosidad a su mediocre argumentación: la solución de continuidad. Se trata de un concepto del análisis diferencial que da cuenta de las condiciones que hacen posible enlazar dos soluciones de una ecuación "sin levantar el lápiz del papel". La expresión ha hecho fortuna en la jerga periodística, donde se utiliza en modo negativo -sin solución de continuidad- para referirse a aquellos procesos que tienen lugar ininterrumpidamente (no haría falta la solución de continuidad). Pues bien, según los autodefinidos como intelectuales en el Manifiesto de Madrid,

"la Embriología (...) revela cómo se desenvuelve [el desarrollo embrionario] sin solución de continuidad".

Con dicha fórmula pretenden haber demostrado que eliminar un embrión es lo mismo que matar al vecino del quinto, o que lo mismo da comerse una bellota que arrancar un roble, como ejemplificaba recientemente Jesús Mosterín. Lo moralmente relevante no sería la cosa, sino el nombre de la cosa, que siempre permanece frente a los cambios contingentes: la tradicional esencia del ser. No en vano Heidegger culpó a los matemáticos griegos del originario error sustancialista.

Pero centremos el fondo de la cuestión. Todo este circo argumentativo busca como referencia al principio fundacional de los Derechos Humanos, según el cual la dignidad es una propiedad que tenemos los seres humanos por el hecho de serlo. Los instalados en una concepción ontológica tradicional interpretan esta afirmación como una tesis descriptiva iusnaturalista, y por ello han enfocado sus esfuerzos en demostrarla preguntándole a la biología si el embrión es humano.

Sin embargo, la carta de DDHH no es un tratado de derecho natural, sino de derecho constituyente. Esto quiere decir que no hay derechos como hay páncreas o hígado. La dignidad no es una característica real de nuestra especie, sino una posibilidad proyectada por nuestra inteligencia creadora, que pretende constituirnos en seres a salvaguardar no por lo que somos, sino por lo que queremos ser. La humanidad de la que habla la carta de la ONU es una segunda naturaleza que pretendemos darnos reconociéndonos valores a lo largo de una ardua lucha de siglos. Pero para que esa naturaleza funcione hay que creer en ella. En ese sentido puede decirse que está más emparentada con la magia que con la ciencia, ya que necesita de la connivencia explícita de todos los que queremos acogernos a sus dones.

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